– Messi está más vago... ¡el tío ya ni corre!
– Pero es que igual le pasa algo a este chico. Esto no es normal.
– ¿Qué le va a pasar? Su trabajo consiste únicamente en jugar al fútbol. ¡Con lo que cobra ni tendríamos que estar debatiendo esto! Fin de la discusión.
Hace unos meses cacé este fragmento de conversación nada más entrar en la peluquería y me dio que pensar. Es una situación que se reproduce millones de veces en cualquier sitio donde el fútbol se viva más como una droga que como el mero espectáculo que es. Fue justo después del pasado Mundial de Fútbol, celebrado en Brasil. Un tal Leo Messi estaba en boca de todos por su irregular estado de forma.
La incertidumbre alrededor de Messi se veía agravada en gran medida por la falta de explicaciones racionales que pudieran sosegar al aficionado y que, por cierto, suelen brillar por su ausencia en la prensa especializada. Como es menester en nuestra sociedad cuando no hay información disponible para hacer una valoración sensata de una situación determinada, las personas casi siempre nos decantamos por lo visceral: malpensar y juzgar negativamente. ¿Pero por qué malpensamos? ¿Por qué nos ofende que Messi corra o no corra?
Tengo grabados en la memoria los años en los que Messi asombraba al mundo entero con sus actuaciones estelares. O a Rafa Nadal avasallando a sus rivales. O, para cambiar de tercio, a Bryan Adams ofreciendo un recital de rock en el Palau Sant Jordi. Además de la adrenalina acumulada, recuerdo esa sensación de felicidad y cosquilleo en el alma, como si acabara de besar a la chica más guapa de la clase.
Con suma facilidad nos acostumbramos a esas sensaciones mágicas y las esperamos cada vez con más impaciencia… hasta el día en que no aparecen – resulta que esas máquinas competitivas son seres humanos, a pesar de la condición suprahumana que les otorgamos. La decepción y la sensación de engaño se apoderan de nosotros. La tomamos con nuestros héroes porque nos han privado de esa experiencia tan especial que da color al tono grisáceo de la rutina diaria.
Como con la mayoría de emociones desconocidas, misteriosas, incómodas, indescifrables por uno mismo, las personas solemos recurrir a la racionalización para justificarlas. De repente todo el mundo sabe qué entraña ser futbolista de élite. Su sentir, su estado de ánimo, su dolor incesante en el tobillo todos los días… Y es aquí donde normalmente entra en juego el argumento clave que aplaca cualquier debate: ¡con lo que cobra…!
Las estrellas del deporte deben, en gran parte, su condición suprahumana a sus cuentas bancarias que, en algunos casos, probablemente superan el PIB de algunos países del Tercer Mundo. Si bien algunos puedan justificar tales cantidades con aquello de es que [los jugadores] generan muchos ingresos, es obvio que las cuentas no salen.
En todo caso, los sueldos de los deportistas de élite son la excusa perfecta para juzgarlos. ¿Alguien cree que el mismo Messi no quisiera jugar igual de bien si cobrara un sueldo mucho menor? Como apuntaba el economista Christian Felber recientemente en una entrevista [enlace en catalán], Messi probablemente jugaría todavía mejor porque no se tendría que preocupar por el dinero.
En definitiva, si nosotros decidimos responsabilizar a nuestros ídolos de nuestra felicidad es problema nuestro, no el suyo; si somos víctimas – y a la vez cómplices, las cosas como son – de un sistema económico tan cruel y atroz que crea desigualdades que sobrepasan el poder de la imaginación, lo siento mucho pero tampoco es su culpa.
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